Exhibición Gabinete #3/2019 - 31.05.19
RONDA
Elvira Ferrazini
Ronda, una muestra de Elvira Ferrazini
Un gabinete es un espacio para recibir visitas. La invitada de hoy es la obra reciente de Elvira Ferrazini. Estamos frente a veinticuatro fotografías escogidas de tres series. Imaginamos allí una trayectoria que va desde un momento de atención puesta casi exclusivamente en el afuera, la naturaleza o el paisaje urbano, hacia otra instancia en que la autora revierte la mirada hacia sí misma, y su historia y su presente asoman como el motivo de su práctica fotográfica. Este movimiento desde el exterior hacia la intimidad tiene su correlato a nivel de los procedimientos: la toma directa deja paso a una producción cercana al collage y al fotomontaje en cámara. El registro elemental, la fotografía como recorte de espacio y tiempo, parece no ofrecer posibilidades cuando el asunto a considerar se vuelve más cercano y por lo mismo, más difícil de asir. ¿Será que las exploraciones personales profundas reclaman procesos complejos?
Una
Elvira sale de su casa y mira, encuadra, enfoca, obtura. Con frecuencia usa cámaras antiguas. El hecho de que ya no existan películas para algunos de esos modelos no la intimida: siempre encuentra el modo para producir imágenes de una hermosura suave, como las publicadas en su libro Box 620 (2013), o aquellas de El placer de perder el tiempo (2015), un repertorio extraordinario de minúsculos paisajes creados por una fotógrafa en tránsito. En esta ocasión escoge una Agfa Isolette. No es menor la decisión de trabajar con equipamiento antiguo; es preciso entender el tiempo de un modo diferente. Operar estas cámaras exige tranquilidad y concentración; estados de conciencia infrecuentes en los días que corren, que se expanden, de algún modo, al acto de mirar. En contra de cierta práctica acelerada de la fotografía callejera, Elvira propone una fotografía del paseo, de la caminata paciente. No sale a la caza de un evento espectacular. Más bien busca espacios serenos, sitios en reposo. Se detiene frente a un chalet casi escondido entre los árboles, y en un interior con cuadros, silla, mesa con florero, vasos y botella — todos los elementos de la belleza doméstica—. Observa el techo de un gallinero y el rincón de un patio de muros desprolijos. Contempla un jardín japonés y descubre luego un campo florecido. Llama a esta serie El silencio.
Procedimiento pausado, mirada calma, paisaje quieto. Todo, como en cámara lenta. Después llega el turno del laboratorio. Otra instancia de tiempo sin prisa. Elige unos papeles únicos, estupendo regalo de una amiga querida (último montoncito de material sensible de esa especie en el mundo), y hace unas impresiones pequeñas, cálidas e inolvidables.
Varias
La serie Los espectadores es un ensayo que piensa —y tal vez reescribe— la novela familiar. Fotografías de parientes más o menos cercanos son convocadas en este intento en el que la historia oficial admite una torsión. El resultado es una experiencia muy particular: son construcciones con recortes de material de archivo. Alguien podría pensar que se trata de un collage. Sin embargo, lo que vemos allí es más el registro de una acción que una imagen elaborada a partir de otras; son obras que aluden, de algún modo, al teatro de objetos. Teatro de pequeño formato, un fondo plano como escenario, figuras recortadas como actores móviles, objetos mínimos como escenografía.
Para empezar, Elvira selecciona los personajes en su álbum familiar. Respeta la copia fotográfica, no se anima a mutilarla. En cambio, hace reproducciones e imprime en papel obra. Recorta unas figuritas en blanco y negro: son granulosas, de bajo contraste, alejadas de cualquier preciosismo y autoconscientes de su condición low tech. Hay un espacio plano que las espera, una superficie preparada con otras fotografías, páginas de revistas, fondos estampados de tela y papel. Aparecen, además, algunos materiales que trasgreden, apenas, lo bidimensional: arena, pasto cortado, algunas florcitas, pequeños vestigios del mundo natural. Con todo esto, Elvira juega. Genera asociaciones formales tanto como propuestas conceptuales; ilustraciones en clave realista pero también representaciones que rompen con cualquier naturalismo. No hay programa estricto. Mueve cada personaje hasta encontrar ese punto exacto en que la imagen cobra sentido. Contiene la respiración (no hay material adhesivo; una leve brisa desacomodaría la escena) y fotografía. Después del click, recoge las figuras, junta los materiales, dobla la tela. Pronto entrará al cuarto oscuro, revelará su negativo, hará sus impresiones y su espíritu de artesana será feliz.
Dos o tres
Una vez, Elvira decidió llevarle flores a Eva y pensó en unas rosas del parque. Hace una primera exposición, fotografiando unas iceberg y viaja nueve km hacia el sur, hasta el monumento a Evita. Suma una segunda exposición, sin avanzar la película. En ese mismo momento Eva se vuelve imagen una vez más, ahora reunida con las flores del rosedal.
En esa foto está el germen de La Ronda, la serie en la que la cámara fotográfica no es un dispositivo de registro de un hecho sino un artificio para el traslado, un instrumento para llevar y traer, para reubicar imágenes, para producir coincidencias. Hay superposición de tomas de lugares distantes, exposiciones dobles o triples como recurso para darle cuerpo a un encuentro imaginario. Elvira establece este procedimiento para unas obras intimistas en las que ella y su espacio privado se vuelven sujetos de su reflexión y en las que conjeturamos un diálogo con el desvelo. El dormitorio será su estudio, y la cama, el gran objeto a fotografiar. Para completar la escena traerá desde el exterior paisajes, objetos y personajes. Les hará lugar en su colchón:
se lleva a la cama un circo, y atiende a una visita bizarra;
se lleva a la cama una guirnalda de luces, y arma con alegría una fiesta privada;
se lleva a la cama un jardín, y encuentra placer y relax;
se lleva a la cama una terraza, y baila por los techos con la música que llega desde Pellegrini;
se lleva a la cama un horizonte de agua y cielo, e imagina que el Paraná corre susurrando algo parecido a una canción de cuna.
Entre el paisaje y el dormitorio, entre el paseo diurno y la noche en vela, entre la historia familiar y el presente individual, entre la ronda como juego de niños, y la ronda como tarea del guardián —del que observa, del que mira— esta obra singular respira, se mueve, se expande sin prejuicios.
Andrea Ostera. Curadora